Si bien es cierto que parte de la conquista de un pueblo depende de la predisposición que este presenta para ser conquistado (tribus sometidas a otras tribus, dioses y/o jerarquías; casos que se repiten en las conquistas de américa y áfrica), las consecuentes luchas independentistas y revolucionarias no son signo de la superación de esta condición por parte de los pueblos liberados. Las estructuras suplantadas por los conquistadores (dioses, tribus dominantes, antiguos roles jerárquicos) son interpretados torpemente por enviados diplomáticos que actúan con gran cantidad de defectos autoritarios, económicos, negligentes, etc; en fin, humanamente. La imagen del conquistador se torna de carne y hueso y termina por decepcionar al conquistado, quien se revela y se "independiza".
El nuevo país "liberado", comienza su historia erigiendo un estado de tipo occidental, con pretensiones utópicas que se levantan sobre los pilares de la demagogia. Sus escuelas imparten las materias escogidas por la ilustración europea y sus universidades arrojan mano de obra al estilo de los países industrializados. En medio de todo este "florecimiento" aparece la palabra CULTURA, aquella que años antes fuera pisoteada y borrada con las suelas de los zapatos, regresa ahora con traje inglés y andar aristotélico (o aristocrático). Existe un margen de tiempo, un pequeño agujero negro, en medio de la relatividad diplomática, en el que la nueva nación tiene el chance de definir su lugar en el ajedrez global. Las industrias, que han patrocinado antes la conquista, esperan con paciencia, presionan contra las puertas y alardean sus sentencias liberales. Todavía hay por ahí algunos indios, escondidos entre las montañas. Toda vía queda algo de oro en las minas. Sobre todo, hay millones de brazos útiles para amasar capitales. Es necesario conducirlos, educarlos, ordenarlos, separarlos, limpiarlos, secarlos al sol, añejarlos, empaquetarlos, etc.
El pueblo conquistado arroja al invasor, pero se queda con la figura divina: LA CULTURA. Una cultura que borra del horizonte sus antiguos dioses, pero lo cubre con ilustraciones de libros en los que él, el conquistado, ha de condenarse a vivir el papel del ceniciento, del animalito domesticado, el muñequito que se cambia de ropita, come y caga de verdad.
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