El criticar al estado, mientras se vive del estado, no es el problema en si; podría considerarse, a nivel general, como una suerte de auto critica.
Lo que pasamos siempre por alto, son los factores humanos: la empatía, la simpatía, el sentido de pertenencia tribal, etc; olvidamos que para ocupar un puesto, para adquirir una tajada del presupuesto, vale más la afinidad que la equidad. Esto no siempre pasa por el marco del nepotismo, pero aún cuando se da el caso, el burócrata arrogante imaginará que ese nepotismo es necesario para el funcionamiento de la maquinaria. Y puede que tenga razón.
El individuo afín al pensamiento progresista, al positivismo utópico, suele pensar en el pueblo, en la masa, como un rebaño al que hay que conducir. De tal suerte que se ve a si mismo como director del destino. Entiende que hay algo que no funciona en el aparato estatal y trata de transformarlo a fuerza de martillazos. Durante su aventura se encontrará con múltiples resistencias, a veces racionales, a veces instintivas, que se transfigurarán, en su imaginación, en los enemigos de la libertad. Tomará estas últimas lineas como propias y encontrará, en la generalidad, el mejor pretexto para el totalitarismo. Al final le quedará su egoísmo desnudo.
Este sujeto critico, activo, revolucionario; es, más que cualquier otro, el individuo estado. Un ser cuya mente es capaz de justificar, con toda autenticidad, la construcción interminable del poder.
Los hay con familiares y amigos, con un contexto cultural mamado, sin posibilidad de cura. Los hay talentosos escaladores, nobles en cuerpos de mortales, cuya cuna fue un error de la cigüeña. Al final se encuentran en el destino manifiesto: dios los hace.
Cuando entendemos esta naturaleza, este antagonismo innato disfrazado de buena compasión cristiana, vemos con claridad que su critica no es sino la materia que renueva el aparato de opresión.
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