Cuando se pregunta, la primera respuesta es: "porque es muy caro". Es muy raro, casi imposible, que alguien responda: "porque no me gusta". Sin embargo las grandes productoras de teatro comercial, aquellas que venden los boletos más caros, no parecen estar pasando por una crisis financiera y, aunque sus estrategias de promoción son exageradamente costosas, funcionan tal y como son planeadas. Mientras que una masa de pequeñas agrupaciones independientes luchan por obtener, por medio de su producción artística, una migaja de la atención de aquel público. Pero, ¿no pasa lo mismo con el maíz y los frijoles? La mecánica del monopolio es familiar a todos, no hay nada por revelar. El estado utiliza la demagogia para estimular otro pequeño y frágil monopolio, favoreciendo a una élite de creadores y completa el círculo vicioso, donde nadie entiende lo que pasa. ¡¿Por qué la gente no va al teatro?! Surgen entonces los fantasmas de "la vacuna contra el teatro", atribuida al contubernio de maestros y coyotes, que obligan al alumnado a asistir a dos horas de aburrimiento, desde un peso por minuto. Si bien esta afirmación esta basada en hechos contundentes, el ánimo con que se enuncia está basado en el espíritu egoísta de la especulación: los creadores mantenidos por las arcas públicas, sienten que los coyotes invaden el terreno de su monopolio.
Deberíamos replantearnos la pregunta: ¿Por qué debe la gente ir al teatro? Según el principio pedagógico, el receptor aprende más de la persona, que de lo que ésta pretende enseñar. Así, un sujeto totalmente corrompido, podrá seguir al pié de la letra la guía de civismo, sin agregar comentario alguno, pero al final sus alumnos habrán aprendido más de su corrupción, que de la letra muerta. Del mismo modo, alumnos de la corporación de Elba Esther Gordillo, acuden a reforzar su malformación en costosas funciones del coyotaje o en presentaciones gratuitas de la mafia oficial-cultural, para prepararse a pagar, en la edad adulta, las elitistas entradas de la verdadera diversión: teatro comercial.
¿Por que la gente no acude a montajes artísticos de contenido complejo y profundo, donde es propicio el crecimiento intelectual o, al menos, la toma de consciencia?
Más pedagogía: el problema radica en una diferencia sutil entre empatía y simpatía.
La televisión (junto con los video juegos y las redes de ocio en internet) nos prepara desde niños para lo que hemos de ser afines y debemos considerar como formas de expresión propias. Es decir, nos inculca la cultura por medio de la educación, fin para la que nuestro aparato biológico funciona muy bien. Toda esta identificación, esta empatía, repercute luego en lo que hemos de consumir de adultos. Si de niños nos acostumbrados a ser tratados como idiotas, disminuidos intelectuales a los que sólo se les puede hablar desde la inmediatez de la agresión sexual, la xenofobia y el hedonismo; al cumplir los cuarenta querrán pagar 500 pesos por ver a los mascabrothers. La creencia de que el infante es agredido por la inteligencia tiene grandes alcances y simpatías; otros difusores de esta idea, aunque con mínima influencia, son las élites subvencionadas por las becas estatales. La censura es reguladora de lo que el niño debe o no debe ver, siguiendo siempre la lógica del discapacitado intelectual.
No se trata de llegar a otro extremo, impidiendo que los infantes disfruten del lenguaje del payaso o el teatro lúdico, sino de acrecentar su capacidad de simpatía: de aceptación por lo no conocido. Esto se logra llevándolo a presenciar todo genero de espectáculos, de toda profundidad y complejidad. Para este fin habremos de requerir un guía capaz de trasmitir lo que ocurre en los distintos escenarios, de traducir emociones e ideas con sencillez y entusiasmo. Tal empresa no requiere de instituciones vampirescas ni discursos progresistas; es labor de los padres, su responsabilidad a lo largo de toda la historia, de manera intransferible.